Recuerda el octogenario artista cómo hacia 1972, en los días que realizaba una intervención pictórica en el paisaje de la Sierra de Zuheros, después de concluir satisfecho el trabajo, se puso a correr por una prolongada pendiente, que partiendo de las inmediaciones de la Cueva de los Murciélagos va a terminar en un imponente abismo. Correr cuesta abajo es todo un placer, en la medida que las zancadas adquieren mucha más distancia que en un terreno horizontal, y cuanto más acentuada se hace la inclinación, mayor es el tiempo en que el cuerpo permanece en el aire. Cada impulso provoca una sensación de elevación, un breve toque en la tierra y unos instantes nada despreciables de vuelo… Es tal la sensación de vencer a la gravedad, de flotar libremente, que uno tiene dudas si es conveniente parar antes del precipicio, o si por el contrario podría desplegar los brazos a modo de alas, y echarse a planear como un pájaro. Una experiencia donde la posibilidad que concede el entusiasmo se funde con la ensoñación, donde lo racional es cuestionable, arrastrado por un inevitable deseo de escapar y evadirse de la realidad. Paco Ariza no llegó a arrojarse al vacío en aquella tarde, lo que hubiera tenido funestas consecuencias para sí mismo y el panorama artístico, pero sí emprendió un vuelo de la mente, el que le llevó a realizar durante cinco décadas unas pinturas en las que el paisaje se concibe desde un punto de vista extraordinariamente elevado o distante de lo representado.
Encontramos dos vías paralelas en las obras de un pintor que gusta llamarse “paisajista”. La primera que denominamos Vistas aéreas, tiende a la abstracción lírica. Se trata de visiones del paisaje desde una perspectiva aérea, donde las líneas de los caminos, las curvas tortuosas de los ríos, los polígonos que forman los campos, se difuminan hacia la parte superior en la bruma de la distancia. Muchas de estas piezas han derivado con el tiempo en una abstracción geométrica, donde toman cuerpo los lados de los polígonos. En otras ocasiones evolucionan hacia un ejercicio informalista y de libertad de ejecución, con desmadejadas formas que evocan la piel de la tierra. El segundo conjunto de obras, llamadas Cerros supone un ejercicio conceptual de mayor calado. El cuerpo de una montaña, desgajado de su entorno, es trasplantado sobre una superficie horizontal, que bien podría semejarse a una llanura del terreno, o por el contrario a una mesa de disección. De este modo, las contundentes formas del paisaje se presentan en una escenografía que recuerda a la pintura metafísica y a los espacios surrealistas, lugares oníricos y de silencio en total ausencia del ser humano. Se trata de una poética que desemboca en diversas vertientes, una de ellos es el paisaje dentro del paisaje como ejercicio de metapintura. En otras ocasiones, los cerros parecen haber sido invadidos de insectos que carcomen su materia y lo van desmoronando. A veces parecen representar formaciones geológicas en las que la acción de una erosión los ha dejado reducidos a esmirriadas formaciones como chimeneas de hadas, farrallones o acantilados. Otras piezas terminan pareciéndose a cúmulos de piedras, unas encima de otras, algunas de las cuales recuerdan a construcciones megalíticas perdidas en la noche de los tiempos.
El hombre que quiso volar
Síntesis del paisaje en la obra de Paco Ariza
Comisariado de la exposición
Centro de Arte Rafael Botí
C. Manriquez, 5. Córdoba
Inauguración: 25 febrero 2019.